Se cumplen 44 años de la que fue conocida como “La Guerra del Futbol”. Entre 4.000 y 6.000 muertos y más de 15.000 heridos fue al balance presentado tras los partidos clasificatorios para el Mundial de México ´70, que enfrentaron a las selecciones de El Salvador y Honduras.
Sin duda un titular impactante dentro del mundo deportivo. Quizá los encuentros fueron fruto de la casualidad, el desarrollo de los partidos y sus consecuencias respondieron a una causalidad histórica, demográfica, social y política. La violencia generada alrededor de los partidos de futbol fue tan sólo la punta de un iceberg que analizamos muy brevemente.
En los años 20 se produjo una intensa migración de campesinos salvadoreños hacia Honduras en busca de campos actos para el cultivo, que su país vecino tenía en desuso. En 1969 el gobierno de Honduras realizó una reforma agraria que beneficiaba sólo a sus compatriotas y por la cual 300.000 familias salvadoreñas quedarían sin tierras en las que trabajar. Tras esta medida, y para calmar la tensión social que sufría el país, Honduras optó entonces por expulsar a esos campesinos que ahora estaban sin tierras. El Salvador, por su parte, con un régimen agrícola claramente oligárquico, donde el 80% de las tierras estaban en manos de unas pocas de familias, no estaba dispuesto a absorber a una masa campesina que entraba sin llamar a las puertas de su país, pidiendo tierras y que suponía más del 8% de la población que ya habitaba El Salvador.
Después de esto, continuaron los actos hostiles, bloqueándose ambos países el paso de mercadería, con lo cual, económicamente fue en detrimento de los dos Estados (en especial de El Salvador, ya que todo el progreso de desarrollo que venía teniendo había estado fundamentado en el mercado común), incluso acabaría afectando a terceros países como Nicaragua y Costa Rica.
Como no podía ser de otra manera, este conflicto ayudó a abrir heridas que aún no habían cicatrizado entre los países vecinos; económicas, como la desigualdad en el reparto del mercado común centroamericano, e incluso territoriales, como la demarcación de la línea fronteriza.
En un clima como este, el destino quiso que las selecciones de Honduras y El Salvador se enfrentaran a doble partido, en una semifinal clasificatoria para el Mundial que se disputaría en México al año siguiente. Ninguna de las dos selecciones había estado clasificada antes para la fase final de una copa del mundo, y el primer enfrentamiento sería el 8 de junio de 1969 en Tegucigalpa, capital de Honduras.
Los ciudadanos hondureños, aficionados o no al deporte rey, recibieron a la selección contraria bajo una violenta presión. Rodearon el hotel donde el equipo se concentraba, profiriendo todo tipo de insultos, haciendo sonar bocinas, lanzando petardos, tirando piedras contra las ventanas de sus habitaciones…su misión: no dejar descansar al rival y recordarles que ese encuentro sería mucho más que futbol. Al día siguiente, Honduras venció a El Salvador por 1-0, y el país salvadoreño quedó conmocionado no sólo por el resultado, sino por el trágico desenlace de una compatriota de apenas 18 años (Amelia Bolaños) que no soportó la derrota de su selección, y acabó con su vida tras dispararse en la cabeza. Su acto tuvo tal repercusión a nivel nacional que a su funeral acudieron el presidente del país, todos sus ministros y los jugadores de la selección.
La violencia genera aún más violencia, por ello, la vuelta del partido se antojaba beligerante. La semana siguiente (15 de junio), el escenario escogido sería el actual Estadio Nacional Jorge “Mágico” González de San Salvador (antigua “La Flor Blanca”), en un clima en el que los voceríos e insultos que se produjeron en el primer partido, no fueron suficiente para desahogar el odio que se había generado contra los hondureños: roturas de cristales, lanzamiento de huevos podridos (un olor muy similar al del azufre, tradicionalmente vinculado al infierno), ratas muertas (psicológicamente asociado con la perturbación, la inquietud, en definitiva aquello que nos roe por dentro y nos intranquiliza) o quemadas de banderas de Estado (representativas de toda un pueblo, una cultura y una historia), fueron algunas de las formas de infundir el miedo entre los hondureños, pero la batalla psicológica por mermar el estado anímico de unos deportistas no bastó para saciar la sed de violencia que se había generado, transformando la intimidación psíquica en castigo físico, primero hacia los jugadores (“cayó una bomba casera en la habitación del hotel que no llegó a explotar”, recordaba el capitán de Honduras), y más tarde hacia sus seguidores, con el lamentable resultado de dos aficionados de Honduras fallecidos, decenas de heridos y numerosos daños producidos (entre ellos cientos de vehículos calcinados). “El primer muerto, fue esa noche, un chico que nos acompañaba, cuando salió del hotel, lo agarraron a pedradas y vimos, a través de las puertas de cristal, cómo moría en la calle. Por la noche no quedaba un vidrio sano», relata el central del combinado hondureño, Bulnes. La hostilidad llegó a tal punto, que los jugadores se dividieron en grupos de dos y tres para esconderse en casas de compatriotas residentes en El Salvador o, como en el caso del capitán de la selección (Tonín Mendoza) en casa de una familia salvadoreña: «Nos fuimos porque la gente hablaba de tomar el hotel. A mí me tocó con uno cuya mujer era salvadoreña, como los hijos. Notábamos en sus miradas, cómo explicarlo, una animadversión».
“El diario El Mundo de El Salvador, nos tomó una foto en el aeropuerto y luego nos pusieron un huesito en la nariz, como a los caníbales», relataba Rigoberto “la Chula” Gómez, ex-goleador de la selección hondureña, entristecido al recordar como los periódicos y en general todos los medios de comunicación inducían al odio y al desorden público de forma directa o subliminal. Al día siguiente, y bajo fuertes medidas de seguridad, la selección de Honduras fue llevada al estadio en coches blindados, «metieron los buses en los que íbamos dentro del terreno de juego, donde cabían casi 40.000 personas, y nos dejaron enfrente de los vestuarios. La primera impresión es que el campo estaba lleno de soldados», señala el defensa de Honduras, Fernando “el Azulejo” Bulnes.
En lo estrictamente deportivo, El Salvador venció 3-0, “fuimos terriblemente afortunados al perder” declaraba el seleccionador de Honduras, que consideraba ese encuentro como una derrota segura de la que debían salir sanos y salvos. Este resultado, supuso (con la normativa vigente de entonces) que debería de jugarse un tercer partido de desempate en campo neutral.
El terreno de juego elegido para la disputa del tercer y decisivo encuentro sería el imponente Azteca de la ciudad de México, que estaría controlado con fuertes medidas de protección (se calcula que en torno a 5.000 policías armados velaron por la seguridad del partido). Un día antes del choque, el Gobierno de El Salvador rompió todo lazo diplomático con Honduras, lo cual no ayudó a que los ánimos se calmaran entre las dos aficiones que fueron a la ciudad mexicana (el 27 de junio) a ver ganar a sus selecciones. Al término de los 90 minutos, el marcador era de empate a dos, la prórroga estaba servida y la tensión era máxima por minutos, hasta que un gol de Mauricio “Pipo” Rodríguez dio la victoria a El Salvador, acabándose con ello la Guerra del Futbol y dando paso a una campaña bélica que duraría 100 horas.
17 días después del partido, el 14 de Julio de 1969, tras multitud de altercados y persecuciones, El Salvador atacó a Honduras por cielo y tierra, la respuesta hondureña fue casi inmediata, creando campos de concentración improvisados para agrupar a miles de salvadoreños que allí vivían (paradójicamente usaron varios estadios de futbol para ese fin). Horas más tarde, la Organización de Estados Americanos se vio obligada a intervenir para negociar un alto el fuego que entraría en vigor el 20 de julio. El conflicto entre ambos países dejaría estas cifras: 100 horas de contienda declarada, entre 4.000 y 6.000 muertos, más de 15.000 heridos, 50.000 personas perdieron sus casas y multitud de aldeas arrasadas.
“Utilizaron a las dos selecciones para prenderle fuego a la mecha, y no había mejor pólvora que el futbol”, declaró años más tarde José “el conejo” Cardona, jugador del combinado hondureño del 69. Y es que los conflictos ya estaban servidos, el futbol tan sólo fue un instrumento para azuzar y manipular a la población, ayudando con ello a potenciar un nacionalismo radical. El papel del sentimiento patrio en el desarrollo de estos encuentros futbolísticos fue crucial; como variedad antropológica dentro del universo de los sentimientos, el patriotismo tiene la misma naturaleza que cualquier otro sentimiento de pertenencia (tradición, linaje, posesión,…), la postura de ambos Estados y el trabajo de la prensa ayudaron a manipular este sentir en sus países hasta tal punto, de hacer creer a la afición que era un pueblo, y de ver al rival como un enemigo. Una imagen significativa de ello la encontramos en el entierro de una ciudadana que fue capaz de unir a los representantes de un gobierno, a la selección de futbol del país y a todos aquellos compatriotas que quisieron despedirla a pesar de no conocerla; Estado y pueblo eran uno, el deporte su inminente representación. Por lo que en esos días, el futbol fue una metáfora de la vida (como ya apuntó el existencialista Jean Paul Sartre), y la vida para estos dos países en conflicto se traducía en disposición, honor y fidelidad a un país; el espíritu de una verdadera comunidad.
Decía Borges, del futbol, que en realidad no le interesaba a nadie, sino que el único interés era el resultado final (si bien, algunos podemos discrepar de estas palabras), esta frase no puede ser más acertada para describir lo que fueron los encuentros que en verano del 69 disputaron Honduras y El Salvador.
Actos como el suicido de la joven salvadoreña tras perder el primer partido, nos recuerdan al ideal suicida oriental, considerado incluso elogiable y visto como un castigo autoinfligido por haber faltado a un papel determinado en la sociedad; la incapacidad de soportar el honor herido. Sociológicamente, Durkheim, califica a este tipo de suicidios como “altruistas”, aquellos relacionados con un alto grado de integración del individuo en una sociedad, y un fuerte nexo de unión con los principios y fines colectivos. Según el sociólogo francés, no son los individuos los que se suicidan, sino la sociedad la que lo hace a través de alguno de sus miembros. El suicidio de una muchacha de apenas 18 años de edad tras la derrota de su país contra el que era considerado en aquel momento el pueblo enemigo, tiñó de sangre el mundo del futbol y sirvió para potenciar, aún más si cabía, el odio entre ambos Estados.
Todo lo analizado aquí, no hace sino confirmarnos el poder de la situación para transformar a las personas; es decir, como un ambiente violento respaldado y potenciado por gobierno y medios de comunicación, puede convertir a todo un pueblo en potenciales criminales dispuestos a dar lucha a su adversario.
La selección de El Salvador acabó disputando aquel mundial aunque no ganó ni un solo encuentro. Gregorio Bundio (ex-seleccionador de aquel equipo, cesado antes de disputar el mundial), llegó a reconocer que estuvo trabajando seis meses gratis porque “la Federación decía que no había plata”, y aún clasificado para el mundial “no me dieron ni un caramelo”, teniendo que asumir los propios jugadores los gastos del viaje. Otra clara muestra de la relativa importancia que tuvo el futbol en toda esta historia y de cómo fue usado como reclamo del pueblo para la consecución de un fin.
Javier García Rodríguez (Abogado 4016 ICAC)